La actualidad del país invita a buscar inspiración en quienes, como Hegel y Lacan, forjaron sus respectivas teorías a partir de cuestiones relativas al reconocimiento del prójimo. Para empezar, convendría recuperar aquella alegoría usada por ambos autores acerca del vínculo entre dos figuras arquetípicas: el señor o amo por un lado; y el siervo o esclavo por el otro. Éste último tiene una opción: separarse del amo en el sentido de afrontar un penoso esfuerzo de transformación y adquirir conciencia de sí, o bien acomodarse a su triste existencia. En el segundo caso, si no logra separarse del amo y reconocerse a sí mismo como lo que es (siervo o esclavo), puede quedar entrampado en un juego siniestro: creerse amo. A propósito, los argentinos aprendemos desde nuestra tierna infancia que habitamos un país supuestamente muy culto y muy rico. Las constataciones del presente no son todavía tan contundentes como para erosionar aquella arraigada creencia, pese a que con motivo de las protestas docentes pueden verse maestros que parecen pordioseros; y que con motivo de cualquier intento de hacer conexión con la “Argentina profunda” surgen inequívocamente muestras de una lacerante desintegración social y territorial. Por lo demás, las dirigencias políticas se esmeran día a día en reverdecer las fecundas imágenes de cultura y de riqueza. Semejantes suposiciones llevan a deducir una hipotética indemnidad frente a cualquier adversidad o desgracia que pudiera sobrevenir y que en todo caso siempre sería foránea. En otras palabras, Argentina es amo, luego su gobernante en ejercicio del poder es amo, y si actúa –no importa lo que haga- en nombre de la Patria, estará esparciendo sobre la población la consabida tranquilidad y autosatisfacción que supone la condición de amo. Por lo tanto, cada argentino podrá seguir siendo feliz portador del discurso del amo.
Marcelo Halperin
Doctor en derecho y ciencias sociales